(escuchando “Kerala” de Bonobo)
Un Acto de Fe a las Tres de la Mañana
Son las tres de la madrugada. Es la hora de los lobos, de los poetas y de los insomnes. Yo, que no soy ni lo uno ni lo otro, sino un simple mortal con el ciclo de sueño de un vampiro en prácticas, me encuentro frente a la pantalla del televisor en un estado de parálisis casi mística. Llevo cuarenta y cinco minutos navegando por el menú de las plataformas digitales, un purgatorio de carátulas brillantes y sinopsis prometedoras.

San Algoritmo
Ha conectado mi historial de búsquedas de “películas de Tarkovski“, mi patrón de actividad a altas horas de la noche y, probablemente, la reseña de una estrella que le di a una comedia romántica la semana pasada. Y me ha ofrecido la salvación.
No es una sugerencia. Es una epifanía. Pongo una de esas películas y, efectivamente, su ritmo lento y su pesimismo existencial me arrullan como una canción de cuna filosófica. Me duermo en el sofá, con el teléfono en el pecho, como un fiel que se aferra a su libro de oraciones. A la mañana siguiente, me despierto con dolor de cuello y una revelación un poco amarga: el poder ya no te dice lo que tienes que hacer. Simplemente te conoce tan bien que te presenta lo que estabas a punto de desear, haciendo que la obediencia se sienta como un acto de genialidad personal.
Del Látigo al “Me Gusta”: Breve Historia del Poder para Dummies
El poder como tal, tenía esa esencia teatral: muertes en la plaza, reyes con coronas y uno que otro degollado…Con el paso de los años, esto se volvió más sutil. El tío Foucault, nos comentó que el poder moderno no sólo era la mutilación de un miembro, sino también la gestión de la vida. Esto básicamente es la Biopolítica: el arte de gobernar a la población. El Estado se convirtió en una especie de administrador de la granja: preocupado por la salud pública, la higiene (#ComenSanoComeChancho), la longevidad, y otros para la optimización de recursos.
El objetivo era claro: hacer vivir de la mejor manera productiva posible (nueva esclavitud, pa’ pronto).
Este poder se ejercía desde las instituciones: la escuela, el hospital, la fábrica. Espacios adecuados para moldear y normalizar la conversión de ciudadanos eficientes y cuerpos dóciles.
Siendo francos: odiamos la disciplina (en términos generales) y que nos molesta la vigilancia.
Asentados en nuestra época (capitalismo tardío y conexión permanente), Byung-Chul Han, nos advierte que la biopolítica ha quedado atrás (obsoleta). Hemos llegado a la Psicopolítica. El poder ha descubierto que es más rentable y eficiente seducir la psique… (y se olvida de disciplinar al cuerpo).
El poder psicopolítico es un poder “inteligente” (smart), amable, casi un amigo. No te prohíbe nada; al contrario, te anima a poderlo todo. “Puedes ser más productivo”, “Puedes ser más feliz”, “Puedes optimizar tu vida”. La coacción ya no viene de un vigilante externo, sino de una presión interna por rendir, por mejorar, por ser la mejor versión de ti mismo. Es un sistema que no funciona negando la libertad, sino explotándola. Nos creemos libres mientras participamos con entusiasmo en nuestra propia autoexplotación, convirtiéndonos en “empresarios de nosotros mismos”. Y el escenario de este nuevo poder es, por supuesto, el ecosistema digital. Las redes sociales son las nuevas iglesias, las nuevas fábricas y las nuevas prisiones, todo en uno. Son el espacio donde nos confesamos voluntariamente, trabajamos gratis para generar contenido y datos, y construimos nuestra propia celda de vigilancia a base de selfies y check-ins. El panóptico de Foucault es un juego de niños comparado con esto. Aquel era un sistema donde no sabías si te estaban mirando. En el nuestro, hacemos todo lo posible por asegurarnos de que nos miren.
La Cultura del Scroll Infinito y el Capitalismo de los Sentimientos
Para entender por qué caemos tan redondos en esta trampa, hay que hablar de otro teórico, Fredric Jameson. Él definió el posmodernismo como la “lógica cultural del capitalismo tardío”. Es un nombre rimbombante, pero la idea es sencilla: la cultura que producimos y consumimos es un reflejo perfecto de la fase del capitalismo en la que vivimos. Y esta fase, la nuestra, tiene unas características muy particulares.
Primero, una “nueva superficialidad”. Vivimos en el imperio de la imagen. La profundidad, el significado oculto, han sido reemplazados por la superficie, por la estética del momento. Segundo, un “debilitamiento de la historicidad”. El pasado ya no es una lección, sino un guardarropa del que sacamos estilos para mezclarlos sin ton ni son, en lo que Jameson llama pastiche. Y tercero, la frontera entre la alta cultura y la cultura de masas se ha borrado. Un meme puede tener más impacto cultural que una ópera.
¿Les suena de algo? Es la descripción exacta de un feed de Instagram o TikTok. Un flujo interminable de imágenes y videos sin contexto (pastiche):, donde lo que importa es la apariencia (superficialidad) y todo ocurre en un presente perpetuo que borra el ayer y el mañana.
El motor que alimenta esta máquina cultural es la llamada “economía de la atención”. En un mundo saturado de información, nuestra atención es el recurso más valioso, la nueva materia prima. Las plataformas “gratuitas” no nos venden un producto; nos venden a nosotros como producto. Capturan nuestra atención y la monetizan, vendiéndosela a los anunciantes. Por eso, sus interfaces están diseñadas con la precisión de un neurocirujano para ser adictivas, para mantenernos enganchados el mayor tiempo posible.
Dentro de este sistema, nos convertimos en el sujeto neoliberal perfecto: somos productores (de contenido y datos), consumidores (de la publicidad y el contenido de otros) y la mercancía final (el perfil de datos que se vende al mejor postor). La vida se convierte en una cuenta bancaria de capital simbólico, donde los “me gusta” son la moneda y los seguidores, el patrimonio. Y todo esto lo hacemos bajo la tiranía de una transparencia autoimpuesta, desnudando nuestra vida privada por una necesidad de validación que el propio sistema ha creado.
El Placer como Correa: Manual de Instrucciones del Hedonismo Digital
¿Y cómo consigue el sistema que hagamos todo esto con una sonrisa en la cara? A través de su herramienta más poderosa: el hedonismo digital. El hedonismo, en su versión original griega, era la búsqueda del placer como el bien supremo. Era una filosofía que requería sabiduría y moderación para alcanzar la paz del espíritu. Nuestra versión es, digamos, un poco más barata. Es un hedonismo de comida rápida, de gratificación instantánea, diseñado para mantenernos dóciles y consumiendo.
El principal mecanismo es la gamificación. Se trata de aplicar lógicas de juego (puntos, insignias, niveles) a actividades que no son un juego. Las redes sociales son un “juego de estatus diario”. Cada publicación, cada comentario, es una jugada. Y las notificaciones son las recompensas. Funcionan con el mismo principio de las máquinas tragamonedas: la recompensa variable intermitente. Como no sabes cuándo llegará el próximo “me gusta”, revisas el móvil de forma compulsiva, en un bucle de dopamina que te mantiene enganchado. Te sientes en control, crees que juegas para ganar, pero las reglas las ha puesto la casa, y la casa siempre gana.
Este hedonismo también se disfraza de conexión humana. El marketing de influencers es el ejemplo perfecto. No nos venden productos, nos venden un estilo de vida a través de una relación parasocial: ese vínculo unilateral que sentimos con una celebridad, como si fuera nuestra amiga. Su recomendación no parece un anuncio, sino un consejo sincero. Y así, el consumo se convierte en un acto de pertenencia, en una forma de construir nuestra identidad a imagen y semejanza de un ideal manufacturado.
Y la vuelta de tuerca final es cuando este sistema se aplica a nuestro propio cuerpo. El movimiento del “yo cuantificado” (Quantified Self) nos anima a medirlo todo: pasos, calorías, horas de sueño, ritmo cardíaco. Bajo la bandera del “autoconocimiento a través de los números”, nos convertimos en los capataces de nuestra propia salud. Es la biopolítica internalizada: ya no es el Estado el que nos vigila, nos vigilamos a nosotros mismos con una pulsera inteligente, transformando nuestra existencia en un flujo de “biodata” que regalamos gustosamente a las corporaciones a cambio de la placentera sensación de estar optimizando nuestra vida. La búsqueda del bienestar se convierte en una forma sofisticada de auto-vigilancia.
La Resistencia es Fútil (¿o no?)
Y así, el círculo se cierra. El poder ya no necesita la fuerza bruta del Estado (biopolítica), sino que opera a través de la seducción de la psique (psicopolítica). Esta seducción se materializa en una cultura de la superficialidad y el presente perpetuo (capitalismo tardío), cuyo motor es la captura de nuestra atención. Y el combustible que nos mantiene enganchados a ese motor es una corriente constante de placeres fáciles y cuantificables (hedonismo digital).
El resultado es un sujeto que se siente más libre que nunca mientras está más controlado que nunca. Un sujeto que lucha, no contra el sistema, sino contra sí mismo por no ser lo suficientemente productivo, feliz o popular. Como dice Han, la resistencia se vuelve casi imposible porque no hay un enemigo visible contra el que rebelarse. *El opresor y el oprimido son la misma persona. ¿Cómo te declaras en huelga contra ti mismo? *
Cualquier gesto de rebeldía —desconectar, criticar el sistema— es rápidamente absorbido y convertido en otra pose, en otra marca personal: el “minimalista digital”, el “crítico de la tecnología”. El sistema es un experto en venderte la jaula y, después, venderte el manual sobre cómo sentirte libre dentro de ella.
Vuelvo a pensar en mi epifanía de las tres de la mañana. El algoritmo no me obligó a ver esa película. Simplemente, me conoció, me sedujo y me dio lo que yo, en el fondo, quería. Y me sentí comprendido. Me sentí bien. Y ese es el verdadero quid de la cuestión, la pregunta que me deja un regusto amargo en la boca del café. Este poder no se siente como una cadena, sino como un abrazo. Un abrazo un poco asfixiante, sí, pero un abrazo al fin y al cabo.
No tengo una respuesta, ni un plan de escape. Quizá la única forma de resistencia que nos queda es la más modesta de todas: la conciencia. Entender el juego. Saber que cuando hacemos scroll, no solo estamos matando el tiempo, sino alimentando a la bestia. Y de vez en cuando, quizá, apagar el teléfono, abrir la ventana y prestar atención al único algoritmo que no quiere vendernos nada: el sonido de la vida real, con todo su aburrido y glorioso caos.
La pregunta final, la que me asalta en estas noches de insomnio, no es si podemos escapar de la máquina. Es si, después de tanto tiempo sintiéndonos cómodos dentro de ella, todavía nos quedan ganas de buscar la salida.